Se publicó otra nota sobre Creopúsculo en La Nación. Es un poco larga.
Reflejo de la época y metáfora de los riesgos de la sexualidad adolescente de hoy, el ciclo Crepúsculo arrasó con los rankings de venta de todo el mundo y se transformó en un fenómeno de difícil comprensión. Qué hay detrás de esta serie que siguen millones de chicos. Claves para entender una vuelta de tuerca en la imagen vampírica.
Cíclicamente reaparecen libros y films que retoman el mito del vampiro. La reciente publicación de la, por ahora, tetralogía debida a Stephenie Meyer, cuyo primer tomo - Crepúsculo - fue adaptado al cine, se ha convertido en un fenómeno comercial y de aceptación masiva, sobre todo, entre los adolescentes. El éxito de venta de ejemplares y de entradas así como la obsesión de los jóvenes por el tema invita a repasar, historiar y analizar su origen tanto en la literatura como en el cine.
Finalizado el siglo XX y entrados ya en el XXI, la relación polémica entre lo sacro y lo profano viene tomando tintes diversos, o en todo caso se resuelve mediante atajos para nada escrutados. Se intenta disimular o disolver la existencia de todo lo negativo, del mal y la muerte, entre otras cosas que puedan recordar la huella de lo sagrado. Así lo solidario, lo social, lo “inclusivo” y lo no-trágico es lo único que se desea, se permite ver y se impetra casi con vociferante unanimidad.
Todo lo terrible, lo dramático, lo cruento, lo directamente monstruoso sólo puede aparecer como marca de una sola causa: “lo social”. Es posible que hasta la propia lidia en esta España tenga los días contados o que se la conserve para turistas y curiosos. Así lo otro, lo absolutamente otro, como terrible, oscuro, negado, reaparece travestido de diversos disfraces o directamente regresa con toda crudeza pero de nuevo sus partes componentes son desguazadas e interpretadas como resultado de la marginalidad, la exclusión y otras causas racionales.
Ahora hasta al vampiro, que recorrió de la mano de grandes artistas y poetas el sendero de las dos o ya tres revoluciones industriales, se lo quiere, como medida cautelar, domesticar y convertir en un marginado más. El procedimiento de “adecentamiento” es tan extremo que este nuevo vampiro del siglo XXI ni siquiera se atreve a mancharse los colmillos con la sangre coagulada de una morcilla asada. O es, como en el mamarracho que se extrajo del libro de Meyer, alguien que ha logrado integrarse, sin perder, eso sí, su blanca palidez hoy tan de moda, pero abandonando en cambio esas ingestas de hemoglobina tan desagradables…
Atravesamos una época en que la disolución forzada de lo trágico en lo social sin más hace que hasta al vampiro se le hayan no sólo limado sino extraído los colmillos -sean estos apéndices diabólicos o meramente sexuales- para reemplazárselos por los postizos que le provee una doxa sentimental. Posiblemente el próximo paso sea conseguirle al vampiro desdentado, exangüe y hasta vegetariano una terapia alternativa, a ver si puede abandonar ese resto de adicciones que de vez en cuando lo asaltan ciertas noches de insomnio.
Las primeras obras literarias que tratan del vampiro aparecen a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Entre ellas están La novia de Corinto , de Goethe, una balada de Coleridge titulada “Christabel” y un relato del padre del relato fantástico, E. T. A. Hoffmann, a las que se suman las nouvelles La muerte enamorada , de Gautier, y Carmilla , de Sheridan Le Fanu. El tema vampírico también se encuentra en poemas de Baudelaire y de Jules Laforgue. En todos estos autores, la figura e imago del vampiro aparece en forma exclusivamente femenina. De igual modo, más tarde, en pinturas de Klimt y en El vampiro de Munch, se ven mujeres de tipo vampírico, dispuestas a sorber la sangre de aquellos a quienes han seducido.
Hay una excepción temprana en el relato de John William Polidori titulado “El vampiro”, producto de la más que célebre velada en la Villa Diodati de Ginebra en 1816, en la que participaron Mary y Percy Shelley, lord Byron y Polidori, de la cual, como se sabe, surgió poco después el Frankenstein de Mary Shelley. Dos cosas deben puntualizarse acerca de este breve relato de Polidori. Por un lado, que su valor agregado deriva de los incidentes privados de la relación de su autor con Byron, de quien fue médico y, al parecer, amigo íntimo. Por otro, que el vampiro -lord Ruthven- no aparece como un muerto vivo, a la manera descrita por el monje benedictino Dom Calmet en el siglo XVIII, menos aún aparece allí su homologación con la imaginería del murciélago ni con la heráldica de la subespecie vampiro. Pero sí es una figura masculina que bebe la sangre de mujeres para mantenerse siempre joven. Sus rasgos más obvios están tomados del propio Lord Byron, en curiosa simetría prospectiva con lo que sucedería casi un siglo más tarde con Bram Stoker y su relación con el divo teatral Henry Irving, cuya figura y conducta le inspiraron a Stoker el personaje de Drácula.
El mito del vampiro había aparecido curiosamente en forma erudita hacia el siglo XVIII y en pleno iluminismo. Digo “curiosamente” porque reapareció como polo erudito dentro de la polémica eclesial católica contra la mentalidad iluminista y su foco de irradiación, la Enciclopedia. El monje benedictino Dom Agustin Calmet hizo circular por aquellas fechas (1746) su más citado que leído tratado Dissertation sur les apparitions des esprits et sur les vampires et revenants . Tras su publicación, surgieron las más diversas polémicas. Contra el abate entró el siempre ingrato y chocarrero Voltaire, quien aprovechó el brulote que había confeccionado al respecto para celebrar que los jesuitas ya no existían. Pero también intervinieron en la polémica el propio médico de la emperatriz María Teresa de Austria -Gerard van Switen-, el cardenal Lambertini y luego el mismo Lambertini como Papa Benedicto XIV.
Salvo la curiosa excepción del relato de John Polidori -por lo demás publicado anónimamente en 1819-, la primera narración de que se tenga noticia sobre los vampiros es de E. T. A. Hoffmann. Se titula Vampirismus y fue recogida en volumen el mismo año en que se publicó el cuento de Polidori. En este caso, la entidad nocturna y depredadora es una mujer. Además, el cuento presenta ya una temprana variante de la bipartición femenina entre la oscuridad y la luz, entre el bien y el mal. Esta continuidad de la mujer oscura y nocturna con lo vampírico prosigue su despliegue, con algunas variaciones, en la balada de S. T. Coleridge, “Christabel”: la doncella pura y casta que da título al poema se contrapone a la malvada Geraldine, que vaga por el bosque y a quien aquella hospeda en su casa.
Charles Baudelaire y Jules Laforgue escribieron poemas en los que aparecen mujeres vampiro que victimizan a hombres. El primero escribió dos poemas sobre vampiros. Uno de ellos, “El vampiro”, apareció en Las flores del mal y el otro, “Las metamorfosis del vampiro”, es una de las piezas condenadas de Las flores del mal , que se incluyeron en Los despojos . El de Laforgue es un poema, “Au lieu des derniers sacrements”, de su primera etapa -si podemos hablar así de alguien muerto a los veintisiete años- y no fue recogido en libro hasta mucho después (1970). En los tres poemas, una figura femenina devora a una masculina. Pero existe una gran diferencia entre los dos autores. El poema de Baudelaire se desarrolla en un ambiente “alto” y la composición tiene un tono “clásico”; el de Laforgue transcurre en los suburbios, extramuros, entre personajes de clase baja y de estilo bohemio, además el texto hasta incluye expresiones de argot. Mientras que Baudelaire adapta marco, expresión y lenguaje clásicos a la nueva sensibilidad, al spleen , al nouveau frisson (estremecimiento) del que hablaba Victor Hugo; Laforgue parte de la radical horizontalización y hasta banalidad fotográfica de marco, decoración y expresión verbal, para reintroducir en ese medio en escorzo y sesgadamente la imago mítica tradicional. Es lo que continuará haciendo luego el cine y sobre todo el cine de clase B, llevándolo a su ultima ratio expresiva.
La nouvelle del angloirlandés Joseph Sheridan Le Fanu titulada Carmilla e incluida en un tomo de relatos encadenados mediante el expediente de un memorialista, se publicó en 1872 bajo el título paulino de In a Glass Darkly . La acción tiene lugar en Estiria, en Mitteleuropa, un lugar exótico para un anglicano de la segunda mitad de la edad victoriana. Podría decirse que la calidad de “otro mundo”, para lo anglicano y lo anglosajón, fue primero esa extensa franja de la Europa de los Habsburgo, lugar emblemático de lo diferente, del exotismo; y, más tarde, a fines del siglo XIX, de consuno con la expansión imperialista, el mismo papel le correspondió al África salvaje, a Asia, al Extremo Oriente. Habrá que esperar hasta los films de la Hammer -cincuenta años después- para que lo vampírico se difunda por las campiñas inglesas y sus posadas, así como por sus castillos y hasta aparezcan en sus clubs. Y un poco más todavía para que los vampiros, vueltos ya “legión”, crezcan como flores del mal en medio de los desiertos de Arizona y Nuevo México para dispersarse por todo el territorio norteamericano, como sucede en un culminación del mito, el film de John Carpenter.
En “Carmilla” aparece tanto ese vaivén entre Inglaterra y Europa central, como una oscilación entre lo pintoresco y lo gótico, entre la postura del médico y la del sacerdote católico, que refleja en buena medida la posición mental y espiritual del autor, nacido en Dublín, corazón de la Irlanda católica, pero de familia protestante y, más aún, descendiente de hugonotes franceses -es decir calvinistas y latinos de origen- por línea paterna (Le Fanu). Recordemos de paso que Abraham/Bram Stoker también tuvo padres anglicanos y nació en Dublín, un lugar mayoritaria y pasionalmente católico.
Recién en 1896, con la siempre epónima novela de Bram Stoker, la figura del vampiro se volverá sobre todo masculina y se le sumará la leyenda centroeuropea de Drácula y la heráldica animal referida a los quirópteros. Estas mismas imágenes continuarán en el cine. Con Drácula , la novela de Bram Stoker, podría decirse que se llega a la autoconciencia del mito del vampiro. Su autor logra, además de un relato extraordinario (visto en forma retrospectiva, muy superior a la mayor parte de los escritos por sus contemporáneos más “serios” y “realistas”), una especie de resumen y epítome del mito vampírico y de todo lo relacionado con él. Podría decirse que en su recorrido novelístico, Stoker tiene presentes casi uno por uno los puntos anteriormente desarrollados, tanto los de carácter erudito y científico como los mito-poéticos, pero uno tras otro los va juzgando. Acentúa en buena parte su parentesco casi declarado con su paisano Sheridan Le Fanu.
Hacia fines del siglo XIX y principios del XX, el mal, la negatividad, la oscuridad anímica y ni qué hablar del pecado eran temas tabú para la sociedad victoriana e industrial. Cualquier mancha originaria, imperfección, fondo oscuro en las almas era cosa mal vista y hasta de mal gusto.
Como se ve, el mito vampírico es, en buena parte, una continuidad y contigüidad de duplicidades: espirituales, culturales, políticas y sexuales. El mito del vampiro desarrollado durante todo el siglo XIX por autores que casi siempre llevaban una doble vida o que estaban desgarrados por tradiciones contrapuestas (un médico italiano amante de un lord inglés, un irlandés no católico, otro irlandés amante o “cautivo” de un “divo” del teatro inglés, etcétera) desplegará modo sui la variada trama de duplicidades que desde entonces parecen separar al mundo occidental europeo.
Ese vampirismo encubierto es más que visible en la siempre postergada o ignorada novela de Henry James, La fuente sagrada , en la que dos personajes rejuvenecen gracias a su contacto con jóvenes que, por su parte, se agostan. Publicada en 1901 y redescubierta cíclicamente por cierta crítica, no parece sin embargo que quiera advertirse en esa obra la primacía del tema vampírico o, en todo caso, no se intenta comprender esta primacía hasta sus últimas consecuencias. El tema del vampirismo puede interpretarse en ese relato tan sólo como una de las ambigüedades típicas de James, una hipótesis más de las tantas -a veces fatigantes- con las que este autor recubre como con capas sucesivas una realidad que, por otro lado, es posible que sea banal y bajamente sórdida, si la consideramos o la leemos a partir de los datos que el narrador omnisciente, del que apenas sabemos algo, nos ofrece.
Ya en el siglo XX, como el cine y en especial el de clase B, toma la posta tanto del tema como del género, la continuidad poética de lo fantástico sufre una mutación, volviéndose tema nuevamente erudito, flor de invernadero de escritor refinado, confidencial, así como también gema preciosa y hasta camafeo de artista declaradamente de elite. Es el caso de M. R. James, tanto cuando trata el mito del vampiro como cuando explora otras provincias de la imaginación fantástica, y H. P. Lovecraft, creador de toda una mitología particular.
Cine
El primer vampiro de importancia en el cine fue, desde luego, el Nosferatu de F. W. Murnau. Sin embargo, hubo una versión anterior que sigue anclada en lo real o en la que se pretende vaciar de una cobertura mítica ya más que centenaria el tema del vampiro, para reabsorberla en lo psicológico y en la descripción de costumbres contemporáneas. Se trata de la película A Fool There was… filmada en 1915, protagonizada por Theda Bara y basada en un poema de Kipling cuyo título es “The Vampire”. Fue éste el que dio origen, con un sentido epiceno, y a partir de su estreno, al término vamp y vampiresa para referirse a la mujer predadora que, tras el interés monetario de sus acciones, el más superficial, oculta un segundo motivo que oscila entre la etiología y la mitología.
Más que basado en la novela de Bram Stoker, podría decirse que Nosferatu está inspirado en ella, puesto que la primera parte sigue el relato de aquel autor pero su segunda mitad y sobre todo su final son más que distintos. Se ve así que, ya en 1922, el cine no podía transferir sin más a un soporte fotográfico un texto literario anterior, sobre todo cuando éste trataba una variante mítica de un mito mayor. Nosferatu es el primer reflejo europeo del concepto de cine y no es para nada un dato menor que se produzca en territorio imaginario alemán.
Dos films muy diversos, o aparentemente diversos en su cobertura fotográfica, aparecen a continuación en el despliegue del mito del vampiro hecho por el cine: Drácula de Tod Browning y Vampyr de Carl Theodor Dreyer. Y aparte de su casi contemporaneidad, uno configura casi definitivamente la versión norteamericana del vampiro en el cine y el otro es, tal vez, la temprana culminación -o petrificación- del vampiro según el cine europeo. Además, el primero parte de la novela de Stoker y el segundo, de In a Glass Darkly , de Le Fanu, la colección de cuentos que contiene “Carmilla”, aunque Dreyer fracciona parte de este relato y lo yuxtapone con otros de la misma serie.
El film de Browning aparece hoy curiosamente estático debido a los por entonces primarios tanteos -aun para Hollywood- del film sonoro, lo que es notorio en todos estos films hasta que se asentaron tanto técnica como imaginariamente, a mediados de la década del treinta. También en esta película, debido a la interpretación o más bien impostación de Bela Lugosi -y no se dice esto peyorativamente, claro está-, se acuñó una imago rotunda no sólo del Drácula de Stoker sino de todo el mito de lo vampírico llevado al cine. Además de su estatismo y de su temprano vínculo con el ambiente centroeuropeo, el film de Browning exhibe una contundente reafirmación del sustrato católico de la novela de Bram Stoker o, en todo caso, el criptocatolicismo del relato literario se vuelve plena autoafirmación de lo católico en la versión fílmica de Browning.
Vampyr es un film-objeto producido por un magnate de gustos un tanto particulares, el barón Nicolas de Gunzburg, que además escribió el guión junto con Dreyer y que -vanidad de vanidad- es el protagonista absoluto del film bajo el nombre de Julian West. El barón pertenecía al círculo íntimo de Diaghilev y los Ballets Russes , redactor pionero de Vogue y, con los años, llegaría a ser el protector de un trío que terminaría por opacar la fama del aristócrata: Bill Blass, Calvin Klein y Oscar de la Renta. Es Vampyr un objet tanto en el sentido de cierto surrealismo chic a lo Cocteau, cuanto en el de una ensoñación homosexual, donde las más clásicas fantasías necrofílicas se muestran bajo una increíble fotografía espectral debida a Rudy Mathé. El film no carece de valor, claro está, pero sirve para ser empleado como el epítome y el non plus ultra de lo que los norteamericanos con agudeza epigramática llaman artie (obras de pretensiones artísticas), especie que hoy se ha multiplicado como los hongos bajo la lluvia y para cuyo cultivo se han creado los festivales de cine, las cinematecas, los circuitos alternativos y otras bobadas que ilusionan a los pequeños burgueses con tardías y confusas vocaciones estéticas. Dreyer sólo logrará sus mejores films cuando se dedique a lo suyo, como en Dies Irae , Ordet o Gertrud y no al filmar afrodisíacos fotográficos como en Vampyr o una santería con fotografía oblicua y hartantes primeros planos, como en su insufrible Pasión de Juana de Arco , una pasión desde luego compartida entonces por sus temerarios espectadores.
La propia Universal continúa la saga comenzada con el film de Browning con variantes que era costumbre poner en segundo cuando no tercer plano. Así llegan La hija de Drácula (1936), dirigido esta vez por Lambert Hillier; El hijo de Drácula (1943), dirigido por Robert Siodmak con guión de su hermano Curt; La casa de Frankenstein (1944), dirigido por Erle C. Kenton, y finalmente La casa de Drácula (1945), del mismo director. Estos dos últimos films forman un dueto especular más que interesante, en el que se incorporan otras criaturas como Frankenstein o el hombre lobo en lo que parecía querer verse -o recordarse- tan sólo como un desfile de monstruos y criaturas fronterizas, un tanto a la manera de los circos y carnivals itinerantes cuya única función era la de ofrecer un grueso manjar para paladares poco exigentes. Pero al final de la misma serie, este nexo entre cine y circos itinerantes se muestra ya como gesto autoconsciente, como un resabio o continuidad sui generis de los ritos de iniciación, donde el espectador es el iniciado y los monstruos y horrores por los que se lo hace atravesar, posibilidades o avatares latentes que debe purgar.
El mito del vampiro sufrió luego un hiato o fue reemplazado por otras reconfiguraciones de la poética fantástica. Esto ocurrió durante la década del cuarenta, debido a la magistral serie de films de clase B producida por el genial Val Lewton, que consta de nueve films rodados entre 1942 y l946. En ellos. se abordan otros mitos como el zombi, la mujer-pantera y directamente el satanismo, por ejemplo en La séptima víctima .
En los años cincuenta y en Inglaterra reaparece el mito del vampiro en su nuevo avatar fílmico, debido a las producciones de la productora -también de clase B- Hammer. Se destacan, desde luego, los films dirigidos por Terence Fisher, pero existen otras gemas por descubrir como Prueba de la sangre de Drácula (1970), de Peter Sasdy. Lo que prima allí es una curiosa convergencia, puesto que es en la propia Inglaterra de Le Fanu y Stoker donde tardíamente, al menos en relación con Hollywood, se recurre a aquellas fuentes literarias para su traducción o reconfiguración fílmica. La misma serie fue contemporánea de ese pliegue y cambio de frente, al parecer definitivo, de las costumbres británicas que abarcó desde los angry young men (los jóvenes iracundos) de la década de 1950 hasta la generación de la década de 1960, con el swinging London floral y sus pretensiones de androginia. El film de vampiros de la Hammer puede aparecer aquí como un estricto anacronismo, si se tiene presente -cosa que suele olvidarse- que en sentido estricto algo anacrónico puede referirse tanto a un hecho que se supone ocurrió antes como después del tiempo en que sucedió.
Finalmente, en lo que denominamos autoconciencia, cuando el cine alcanza su meta -y lo dice y proclama-, dos films con muchos puntos en contacto y otros que se oponen entre sí se nos muestran como piezas maestras: Drácula , de Francis Ford Coppola, y Vampiros , de John Carpenter. Forma parte raigal, esencial de esta autoconciencia el que ambos -a su manera- recorrieran la historia y hasta la metahistoria tanto del mitologema como de sus correlatos político-religiosos. O sea que estamos en ese punto donde mito e historia convergen. Por esa razón -pensamos-, no otra cosa que parodias y reciclados pueden esperarse de un mito que ya ha impreso su huella definitiva hasta fundirse con la historia. Entonces no queda más que el uso social, semiterapéutico, si entendemos esto de consuno con lo ligero, light , dietético y alternativo que invade o cerca hasta la medicina y la psicología. El vampiro se convierte así tan sólo en una cruda alegoría de las adicciones y de “lo adictivo” contemporáneo, como en la cruda y gruesa Adiction de Abel Ferrara, o en un pastiche tardorromántico con vampiros acosados por culpas sociales, como ocurre en esa caída libre al vacío que va de las novelas de Anne Rice hasta éstas -que forman un pesado cuarteto de ripios- de Stephenie Meyer y sus correspondientes y estólidas versiones fílmicas, Entrevista con un vampiro y ahora esta Crepúsculo , tal vez un título involuntariamente profético. En esos productos, el vampiro es sólo un marginado o un “excluido social” de consuno con la doxa del progresismo más vacuo.
El mito vampírico aparece durante el iluminismo francés y llega hasta los resúmenes autoconscientes de Carpenter y de Coppola. En todo ese tiempo se juegan los anhelos y deseos de una parte del Occidente drásticamente secularizado. De allí que el vampiro, por ejemplo, tuviera escasa resistencia bajo soles y focos mediterráneos. Porque el católico latino en su lugar de origen no necesita -¿ni siquiera ahora?- de esas reconfiguraciones centroeuropeas ni de las hiperbóreas. Con su viejo diablo le basta y sobra.
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